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Coleccionando vinilos - 214 - ELLIOT MURPHY "Lost Generation" (1975)



Hay gente que puede y no quiere, y Elliot Murphy fue uno de ellos. La imagen sobre todo de juventud no ayudaba pero por canciones y carrera pudo ser uno de los grandes. Este es su segundo disco por lo que aún se ven fallos al querer dar por finalizadas canciones buenas pero que si se le hubiesen dado un par de vueltas, algunos retoques, podrían haber sido inmensas.
Aún con esas, el disco es una gozada y nos adelantaba lo que iba a ser este artista en la madurez. Country, folk y rock sureño de calidad, reposadas y amables.
En Bob Dylan tuvo un espejo donde verse, pero al final otros artistas como Bruce Springteen con más hambre les superaron en ventas y repercusión, pero si pones un cancionero al lado del otro ves que este artista realmente no quiso, pero si que pudo.


Desde Rockinfocus.es repasan brevemente este album.

LOST GENERATION

Tras su disco de debut, Aquashow, que fue un éxito de crítica pero un fracaso comercial, Elliott Murphy cambió de discográfica pasando de Polydoor a RCA para la grabación de su siguiente album “Lost Generation” (1975) en el que el productor de los Doors, Paul A. Rothchild y un grupo de músicos de estudio de Los Ángeles dieron a este disco un sonido bastante mejor que el que se apreciaba en el disco anterior.

Fue el mismo conjunto de elementos que habían hecho de Aquashow una delicia de disco, pero que esta vez no se mezclaron con un resultado tan bueno. Sin embargo, Murphy seguiría siendo en ese momento un compositor interesante con un sentido cultural intenso, y un futuro que parecía prometedor.

Murphy no llegó a estar a la altura de Dylan, y en estas primeras letras, su poesía parece un tanto forzada y pretenciosa en algunas ocasiones. Como Dylan, Murphy escribe tan inteligentemente que sus letras son divertidas incluso si no tienes ni idea de qué está hablando. También como Dylan, marca perfectamente los tiempos con la armónica y a menudo da la impresión de que tiene muchas más palabras en su cabeza de las que puede decir con la suficiente rapidez.


Elliott Murphy ‎– Lost Generation

Sello:
RCA ‎– APL1-0916, RCA Victor ‎– APL1-0916
Formato:
Vinyl, LP, Album
País:
Publicado:
Género:
Estilo:

Lista de Títulos

A1Hollywood3:53
A2A Touch Of Mercy3:29
A3History3:03
A4When You Ride2:55
A5Bittersweet4:03
B1Lost Generation4:36
B2Eva Braun4:03
B3Manhattan Rock4:01
B4Visions Of The Night3:43
B5Lookin' Back3:38

Compañías, etc.

Créditos






DESDE LA WEB DRUGSTORE NOS REPASAN LA VIDA DE ESTA LEYENDA QUE PUDO REINAR COMO BIEN DICE SU TITULO.

Elliot Murphy, el poeta que pudo reinar

“Somewhere in these night lights lies the answer” 

Elliott Murphy. Diamonds By The Yard 

En algún lugar entre esas luces nocturnas se halla la respuesta. La medianoche hechiza al joven trovador con su arcano sortilegio y le salva la vida con las historias que le cuenta. Le explica cómo nunca llegará a un público masivo, a pesar de tener todos los ases en la manga, y cómo, en cambio, se convertirá en artista de culto: “nunca serás un artista global como Bruce Springsteen, Elliott, pero tendrás guarniciones de fieles esperándote acantonadas en cada ciudad de Europa. Y sabrás valorar el calor del público cercano…”, parece susurrarle al oído.

Lo cierto es que Elliott Murphy es uno de los grandes, aunque no llene estadios y aunque no venda millones de discos (¿y quién los vende hoy en día, por otro lado?). Es uno de aquellos hijos ilegítimos de Dylan, de los que empuñaron la guitarra a principios de los 70 y se han pasado cinco décadas contando historias, porque sus canciones son eso, historias sobre personas normales, hombres y mujeres corrientes, ganadores, perdedores, poetas sin blanca.

Alrededor de veinticinco discos de estudio avalan su trayectoria profesional, desde aquel Aquashow de 1973 hasta el reciente EP de cinco canciones Intime, que ha lanzado este último marzo, y que demuestra que nuestro hombre a sus 66 años continúa en forma y en la brecha musical.

Las comparaciones son odiosas, pero Elliott no puede evitar que se le asocie a su amigo Bruce Springsteen y que se le recuerde que él no llegó a ser una megaestrella. A fin de cuentas, los dos tienen la misma edad, nacieron relativamente cerca —uno en Long Island y el otro en New Jersey—, los dos tocan un rock muy influido por el folk, incluso los dos comenzaron su carrera discográfica en el mismo año, 1973, y a los dos les tachó la revista Rolling Stone como “el nuevo Dylan”. Pero por alguna razón Springsteen se convirtió en un artista global y Murphy no. Así lo cuenta él mismo:

“Después de todo dejamos la salida tras el mismo pistoletazo en los primeros 70. Mi propio caballo empezó a cojear a mitad de carrera y para cuando remonte, Bruce había cabalgado hacia la gloria lejos de mí. Hubo un tiempo en que lloré lágrimas de envidia por sus triunfos, y más recientemente, me he tostado por el reflejo del foco de su fama gracias a su generosidad”.


El joven Elliott de veinticuatro años pisaba fuerte, su debut Aquashow (un homenaje al espectáculo acuático homónimo que regentaba su padre) recibió críticas inmejorables. Y a pesar de que niega explícitamente similitudes entre su ópera prima y la discografía del vate de Minnesota, lo cierto es que Murphy reconoce su ascendente dylaniano: 

“Pero cuando aquella navidad de 1962 encontré el primer disco de Bob Dylan bajo el árbol, un regalo de Michelle [su hermana mayor], comprendí que había descubierto otro mundo. […] No fue hasta que escuché el primer álbum de Dylan que comprendí que algunas canciones maravillosas estaban hechas para ser escuchadas y no para ser bailadas; que algunas canciones tenían una historia y un lugar de nacimiento lejos de las salas cubiertas de dinero del negocio musical, y una vida posterior más allá de las volubles ondas de la radio pop”.

A pesar de los elogios cosechados, los discos de Elliott Murphy no vendían. A lo largo de la década de los setenta se fueron sucediendo títulos repletos de grandes canciones: Lost Generation (1975), Night Lights (1976) y Just A Story From America (1977), para cuya grabación se cambió de casa de discos porque, según sus palabras, “estaba impaciente porque pasase algo grande”. Pero no fue así.

La primera vez que oí hablar de Elliott Murphy fue en 1984, cuando aterrizó por primera vez en España para presentar Party Girls and Broken Poets. Le vi en televisión tocando en el maravilloso programa de Paloma Chamorro La Edad de Oro y el 4 de diciembre actuó en la sala Astoria de Madrid. Santiago Alcanda, el crítico musical del diario El País le presentaba así en su columna:

“Hace diez años Elliott Murphy comenzó a grabar discos para una minoría de oyentes conocedores de que hay otro pensador de rock, como Bruce Springsteen, o Neil Young, o Jackson Browne, hijos todos del trovador Bob Dylan. Desde entonces, Murphy ha asumido con humildad tranquila y feliz que su música llegó tres o cuatro años después que los mencionados, y, quizá, por ello se ha establecido en un lugar extraño, entre la admiración de algunos y el desconocimiento lógico de casi todos”.

Los años ochenta no dieron al mundo discos de Murphy tan redondos como los de la década anterior. Comentando una recopilación que recoge esa época, Elliott afirma que siempre pensó que los 80 fueron tiempos bajos para él y se sorprende de que diesen lugar a tantas buenas canciones. En efecto, podemos subrayar temazos como Change Will Come, The Fall of Saigon, Going Through Something o Winners, Losers, Beggars, Choosers, entre muchísimos otros. Aunque el hombre andaba confuso, el genio seguía habitando en él.

A finales de la década el trovador neoyorquino siente la llamada del viejo continente. Culturalmente siempre fue un americano muy europeizado. Por un lado, parte de sus ídolos literarios, como Scott Fitzgerald o Hemingway, son de la famosa “generación perdida” que se exilió voluntariamente a París en las primeras décadas del siglo veinte. Además, el propio Elliott recorrió de joven las capitales europeas tocando la guitarra en las calles y hasta participó de extra en el film Roma (1972) de Federico Fellini (aunque yo no he conseguido reconocerle entre los motoristas que salen al final de la película). Pero lo que realmente le lleva a afincarse en Europa es descubrir que su público está allí y no en Estados Unidos, donde sus discos pasan sin pena ni gloria.

Elliott Murphy llega a París para quedarse en julio de 1989, el día de la toma de la Bastilla y fiesta nacional en Francia, ligero de equipaje, pero cargado de ilusión (“los reactores volaban bajo, pero mi ánimo volaba alto”). Aquí comienza con cuarenta años cumplidos la segunda parte de su carrera, la del artista que se recorre todos los rincones de Europa encontrando siempre grupos de fieles para aplaudirle en sus conciertos.

En la década de los noventa Murphy lanza tres grandes discos de estudio ya desde París; el contundente 12 (1990), Selling the Gold (1995), una de sus mejores obras de esta segunda época, y el minimalista Beauregard (1998), que demuestra cómo un puñado de buenas canciones funcionan bien por sí solas con una ornamentación mínima..

Tras una serie de años sin saber nada de él, le redescubrí hacia el año 98  en un concierto que dio en formato “one man band” en la ya desaparecida sala Suristán, sus cuarteles madrileños cuando recalaba por la capital de España por aquel entonces. Recuerdo verle pasar entre el público para subir al escenario (el club era tan pequeño que no tenía ni backstage), guitarra en ristre y el arnés de la armónica al cuello, mirándonos a los presentes con los ojos muy abiertos, como un conejo deslumbrado por los faros en la carretera. Pero, amigo, aquel hombrecillo subía al escenario con su electroacústica Taylor y al primer acorde ya había crecido a la talla de un gigante del rock.

Un poco antes de entrar en el siglo actual, Elliott reclutó a un fiel escudero, Olivier “Big O” Durand, un francés con cara de despistado varios decenios más joven que él, pero que se desvela como un verdadero mago de las seis cuerdas. Durand acompañará a nuestro hombre por toda Europa, dándole un valioso soporte instrumental con una técnica precisa y eficaz. Un buen testimonio de las andanzas de los dos es el directo April, grabado en Alemania en 1999.

El eterno candidato a la fama continúa hasta hoy con su frenético ritmo de giras europeas, en los últimos tiempos arropado en escena por más músicos, la banda autodenominada Normandy All Stars, y lanza al mercado regularmente nuevos discos, entre los que destacan Rainy SeasonSoul Surfing o el magnífico doble Strings of the Storm

Elliott Murphy encontró finalmente su reino entre los cientos de súbditos que le reciben en las pequeñas salas de las distintas ciudades en cada gira y que hablan español, francés, alemán, italiano, danés… El poeta pudo reinar en esta Europa sin fronteras del siglo veintiuno, como él mismo imaginó en el texto que aparece en la portada del álbum If Poets were King (1992):

“Imagina un futuro sin fronteras. Imagina ser un ciudadano de un país del que te sientas orgulloso. Imagina una nación de poetas. Imagina un país donde los poetas fueran reyes… Y, entonces, Lord Byron apareció, rodeado por políticos de izquierdas y derechas, porque la única dirección de un poeta es hacia delante. Y he aquí a Jack Kerouac como ministro de cultura, nunca en su oficina, por supuesto, siempre en la carretera. Shakespeare se sienta en el trono con la silenciosa Emily Dickinson, reina infiel a su lado. Rimbaud hace de bufón, pero el chismorreo en la corte es: “Espera a que crezca”. Wallace Stevens y William Carlos Williams sirven como embajadores, mientras Ezra Pound planea innumerables golpes de estado y T.S. Eliot mantiene bajos los tipos de interés, en calidad de ministro de economía. El silencio de semejante reino es impresionantemente hermoso”.
Elliot Murphy_Sundown Festival, Marburg, September 08, 2012_Foto-Clemens Mitscher_2


Interesante el artículo sacado de JOT DOWN:


Hay películas que no se agotan nunca, pues albergan en su interior no solo una historia, sino un manojo de sensaciones y emociones que se multiplican en interna sedimentación a lo largo de los años. ‘Round Midnight, el homenaje al jazz americano expatriado en París que Bertrand Tavernier rodó en 1986, es una de esas obras cinematográficas, verídica estampa que conjura los demonios del racismo y la emigración, pero asimismo valora los ángeles de la creatividad y la amistad. Cuenta la historia de un saxofonista afroamericano, alcoholizado, que malvive en la Ciudad de la Luz hasta que un admirador le rescata y le devuelve a la actividad.

Una experiencia inspirada en la vivida por muchos músicos que tras la Segunda Guerra Mundial se instalaron en Francia, figuras como Dexter Gordon —bendito protagonista de ‘Round Midnight—, Bud Powell, Kenny Clarke o Don Byas. Llegaban a los clubs de la Rive Gauche necesitados de trabajo y allí eran aceptados como artistas, pero sobre todo como personas, aunque esto significase perder contacto con las fuentes sociales, raciales y musicales de su arte. Cuando en 1949 Miles Davis visita París por vez primera, tiene una revelación. «Era la primera vez que salía del país y cambió totalmente mi perspectiva», recuerda en su autobiografía. «Me sentí tratado como un ser humano, como alguien importante».

«Lo que aprendí de esa maravillosa película es que jamás debes volver a casa», me escribe el cantautor rock Elliott Murphy (Long Island, 1949) al preguntarle qué significa ser un músico norteamericano en París, donde se instaló en 1989. «Llevo ya más tiempo viviendo aquí que en Nueva York, así que evité esa trampa. Es fácil comprender la razón de que el jazz americano fuese respetado y popular en Europa; no existía la barrera del idioma, las letras no cuentan para Miles Davis o Dexter Gordon. En mi caso, son tan importantes como la música; en ocasiones, unas pocas frases son la inspiración para una canción. En cierto modo, cruzar esa frontera cultural con una expresión artística basada en la palabra resulta un reto aún mayor. Sin embargo, mi experiencia es muy distinta a la de otros expatriados, mi esposa Françoise es francesa y nuestro hijo Gaspard se educó aquí, por lo que he estado más inmerso en la experiencia parisina real que cualquiera de aquellos músicos de jazz, con la excepción tal vez de Sidney Bechet».

Leímos por vez primera a Elliott Murphy, el poeta callejero, en sus anotaciones a un doble álbum en vivo de los Velvet Underground, editado a título póstumo en 1974. En un estilo que conciliaba la hedonista peligrosidad del rock’n’roll con un redentor aliento literario —para él, Alejandro MagnoLord ByronJack el DestripadorF. Scott FitzgeraldAlbert Einstein y James Dean eran estrellas de rock—, el texto de Murphy destilaba verdades que posiblemente han dejado de serlo. Decía cosas como que «la diferencia entre el cine y el rock’n’roll es que este nunca miente, no promete un final feliz» o «el rock’n’roll siempre fue y sigue siendo una de las pocas cosas honestas que quedan en el mundo». Aforismos de una pasión generacional inculcada en la adolescencia, ese tránsito que inscribe en el inconsciente las canciones que ya nunca nos abandonan, que esculpen quienes somos en el futuro.

Cuando en 1973 firma su primer contrato discográfico, enfila una prometedora carrera que arranca fulgurante —le llaman el nuevo Dylan, como a su colega Bruce Springsteen—, pero fracasa en ventas y popularidad pese al apoyo de la crítica y el apadrinamiento de Lou Reed. De haber desaparecido tras la hermosa y ampliamente promocionada tetralogía que le vio saltar de Polydor a RCA y finalmente a Columbia —Aquashow (1973), Lost Generation (1975), Night Lights (1976) y Just a Story from America (1977)— hoy sería una venerada figura de culto. Pero insistió en salir del pozo del olvido y se labró, trabajosamente, una segunda oportunidad en el Viejo Mundo. Siguiendo el rastro del público que aprecia su música, en 1979 debuta en París con un rotundo éxito y ya nunca mira atrás. Poco después, en 1982, gira por España y aparece en el programa La Edad de Oro. Diez años más tarde el noventa por ciento de las ventas de discos y conciertos se producen en Europa. «El destino estaba de mi parte», zanja irónico.

«De niño en Long Island, la idea misma de Europa como lugar donde vivir era muy extraña para mí y para cualquiera próximo a mi familia», rememora. «No conocía a nadie que hubiese vivido fuera de Estados Unidos. Europa era la tierra mítica del queso, el vino y las chicas sexy, a donde Charles Lindbergh había volado en su aeroplano Spirit of St. Louis, desde Roosevelt Field, a solo diez minutos de mi casa. Pero sobre todo era un paisaje terrorífico donde en el siglo XX se había combatido en guerras en las que murieron miles de soldados norteamericanos. Creíamos en los estereotipos de cada país: que los españoles pasaban las tardes de domingo en las corridas de toros, que las chicas francesas llevaban bikinis como Brigitte Bardot. Cuando finalmente visité Europa por primera vez, en 1971, aquel viaje no solo me cambió la vida de forma profunda y positiva, también alteró mi percepción de Europa de un modo realista y colorido que impactaría en mi vida y mi carrera. Mis motivos son personales y culturales, y tal vez misteriosos incluso para mí mismo, pues un expatriado es alguien que por razones desconocidas se siente más en el hogar cuando no está en él».

Aterriza veinteañero en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, para el típico itinerario iniciático por el continente. Le asombra que se consuma hachís en público y que el estilo de vida hippy no se reprima como en Norteamérica. También el valor cultural que se adjudica al rock: compra en la calle ediciones piratas de las letras de Dylan y Rolling Stones, pasa las madrugadas bailando en discotecas y paseando por los canales. Siente que algo ha cambiado para siempre en su interior y se pone a componer canciones con una guitarra acústica. «Europa parecía hacer entrar en ebullición mis jugos creativos», reconoce. No faltan aventuras en aquel periplo europeo: ayuda a escapar de un internado suizo a su joven amante y aparece como extra en Roma, la película de FelliniFarley Granger, el actor americano que había protagonizado Extraños en un tren de Hitchcock, le anima a acudir a una prueba en Cinecittà. «Fellini nos echó un vistazo a mi hermano Matthew y a mí, y nos contrató. Recuerdo que se situó a mi lado, me puso la mano sobre el hombro y dijo: “Joven, no se mueva de aquí”. Me sentí como si el papa me hubiese bendecido. Años más tardé le mandé uno de mis discos y me respondió, conservo su carta enmarcada en mi estudio».

Murphy, que siempre tuvo a F. Scott Fitzgerald como inspiración compatible con su mitomanía rock, no es ajeno a otra inmigración artística estadounidense, la de los años veinte. Esa «generación perdida» bautizada por Gertrude Stein con que tituló su segundo álbum, a la que pertenecían Ernest HemingwayJohn Dos PassosKay Boyle o Janet Flanner. El periodo de entreguerras ofrecía a estos expatriados un modo de vida barato y hedonista a orillas del Sena, un peso histórico que el joven país de origen no poseía, y les concedía una libertad personal y expresiva que en Estados Unidos, donde el éxito comercial lo es todo, se veía cohibida o desvirtuada. Algo similar encontraría él cinco décadas más tarde, la libertad para ganarse el sustento como cantautor —término que en la Norteamérica de los años ochenta se había convertido en una maldición— ante un público continental ávido de la sustancia rock que germinó en Manhattan a mediados de los años setenta. «En Estados Unidos la música, o por lo menos la música rock, se considera parte de la industria del espectáculo», explica. «Mientras que en Europa forma parte de la cultura. Esa es la razón de que alguien como Lou Reed fuese más aceptado aquí».

La llamada del Viejo Mundo es evidente ya en sus primeras grabaciones. ¿Qué rockero norteamericano dedicaba canciones a legendarias féminas europeas? Murphy escribió con poética ecuanimidad sobre la gran duquesa Anastasia, fusilada a los diecisiete años junto a la familia del último zar, o acerca de la infame Eva Braun, la amante de Hitler. Como explica Bruce Springsteen en el documental The Second Act of Elliott Murphy: «Para mí, hubo algo europeo en la escritura de Elliott desde el principio. A lo mejor era su estilo literario, sus referencias». Realizado por el español Jorge Arenillas, el filme reúne a otros de sus compañeros generacionales y explica su longevo enraizamiento en Europa, que desmiente la sentencia de Fitzgerald, pues sí hubo un segundo acto para el autor de Prodigal Son (2017), trigésimo quinto disco de elocuente título. Reconoce esa temprana fijación europeísta, pero advierte que pesan más en su obra los mitos americanos y que, en cualquier caso, esa mitificación suele nublarse en la distancia: «Cuando leo los poemas de Lorca los encuentro hermosos pero no me recuerdan a Nueva York, sino a Nueva York a través de los ojos de Lorca. Así que mi percepción de un mito europeo puede ser totalmente distinta a la de un nativo del país donde se originó».

«Es posible que en mi escritura, y en algunas de mis canciones, intentase emular la experiencia literaria de expatriados como Fitzgerald, Hemingway e incluso Ezra Pound, aunque no la visión política de este último», reconoce. «Pero sería absurdo decir que entiendo la experiencia de un artista afroamericano que se instala en Europa para escapar del prejuicio y la discriminación. Irónicamente, una de las mejores novelas escritas por un expatriado en París es La habitación de Giovanni de James Baldwin, que sucede en Les Halles, cerca de donde vivo. Pero no trata para nada el racismo, tal vez porque Baldwin quiso también dejar eso atrás. Otros autores, como Richard Wright, se instalaron en París y resaltaron la temática racial. Lo que me empujó a expatriarme fue que, pese a nacer en un estilo de vida de clase media alta, por alguna razón siempre me sentí rechazado por esa sociedad blanca de clase media de la que yo era producto. Escribí una canción sobre ello, “White Middle Class Blues”. Nunca me cerraron la puerta en las narices, pero en los sesenta llevar el pelo largo hacía que te mirasen mal. El día de mi graduación me negué a levantarme mientras sonaba el himno, en protesta por Vietnam: fue lo más cerca que he estado de la desobediencia civil».

Decía Hubert Selby Jr., autor de la rompedora novela Última salida para Brooklyn (1964), que Nueva York no formaba parte de Estados Unidos, que era una isla intermedia, un puente con el Viejo Mundo. Murphy «tuvo el honor» de conocerle en persona durante una lectura poética: le hubiese gustado recitarle «On Elvis Presley’s Birthday», originalmente publicada como poema en la revista literaria Nouvelle Parisien Revue, luego suprema canción de su primer álbum europeo, 12 (1990). Recuerda que Selby hablaba con un suave acento de Brooklyn, como su padre, fallecido prematuramente cuando Elliott era muy joven, quien inspiró la canción. Nueva York es, en su opinión, el verdadero crisol estadounidense: «Pocas cosas son más americanas que la Estatua de la Libertad, Broadway y el Empire State Building, ¡escalado por King Kong como una estrella de rock!». Pero él creció en las afueras, en Garden City, por lo que incluso Manhattan era para él un país extranjero. Una urbe de extraordinaria dureza que «no perdona los errores del principiante, pero te prepara para enfrentarte a todo lo que te encuentres. Rendirme nunca fue una opción».

Tras una década residiendo en París, Murphy publica Beauregard (1998), álbum destacado en su abultada discografía, que graba en su apartamento de la calle homónima. Meses antes ha realizado un viaje de costa a costa por Estados Unidos, con su esposa e hijo, que devendrá revelador. Visitan Graceland, la mansión de Elvis Presley en Memphis, y descubre un país desconocido, especialmente al adentrarse en el oeste mítico. «Algún día escribiré un libro sobre ello, como Viajes con Charlie de John Steinbeck», dice. Algunas de las canciones del álbum de título francés las inspiró aquella travesía americana. «Nunca me he sentido nostálgico», aclara. «¿Cómo puede permitirse sentirse nostálgico un músico que viaja continuamente? Sería un modo de vida miserable. Soy afortunado de que mi carrera me trajese a Europa, todavía me parece un lugar exótico; no importa cuántas veces visite una ciudad como Barcelona, siempre siento una especial excitación simplemente por estar allí. Y hay una libertad en la música francesa que espero haber heredado de artistas como Serge Gainsbourg. Muchos músicos franceses eluden la fama y la fortuna, mientras que en América son una religión. El mayor pecado que puedes cometer es fracasar».

¿Ha cambiado este empadronamiento vital su visión del país de origen? «Ahora veo la perspectiva que se tiene de América en los distintos países europeos, que no siempre es la que yo esperaba. Hay cierto temor a Estados Unidos, por su tamaño y poder, algo de lo que no era consciente. Siempre hay algún movimiento antiamericano dispuesto a responsabilizarnos de todos los males del mundo. A nivel cultural, hay muchos prejuicios, aunque debo decir que los europeos tratan la cultura norteamericana mejor que los propios estadounidenses. Un periodista japonés me lo describió así: “América es como un faro que alcanza a ver muy lejos en el mar, pero es incapaz de ver sus propios muros’’. Quizás ahora yo vea esos muros con mayor claridad».

Y, ¿cómo nos vemos desde la otra orilla? «Probablemente con envidia y recelo, cierta curiosidad pero insuficiente comprensión», concluye. «Cada vez estoy más de acuerdo con lo que dijo John Lennon, que el mundo lo gobiernan unos locos. Pero sigo siendo un optimista pues, a lo largo de mi vida, he visto como la música unía a todo el mundo, nadie puede negarlo, y me satisface haber jugado mi pequeño papel en esa revolución espiritual. Tal vez mi existencia de autor y trovador expatriado no haya sido en vano».

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